Jean Meyer // eluniversal.com.mx
Dentro de seis meses iremos a votar. Para mucha gente, la política es votar y nada más; para unas gentes, la política se hace solo en un partido y hablar de política es solamente enumerar lo que su partido propone o quiere hacer. Me permito pensar que todos andan equivocados, o se quedan cortos. La política, en el sentido original de la palabra, consiste en encontrar el bien posible para la polis, para la comunidad, chiquita o grande, el pueblo, la ciudad, el estado, la república. Para encontrar esa posibilidad benéfica, hay que pensar, hay que discutir, hay que dialogar. Sueño con esa política que tome en cuenta de manera realista a las personas y no solamente los intereses del partido o del Estado. El criterio sería preguntar siempre si tal o cual empresa, iniciativa, proyecto del Gobierno sirve a los intereses de las gentes.
Por lo mismo debemos pedir a los candidatos, a todos los niveles electorales, un programa; un programa positivo, constructivo, que presente soluciones a los retos de la sociedad, de la economía y de la salud, del medio ambiente. Deben y debemos pensarlo a partir de los problemas de nuestra sociedad para proponer respuestas concretas. Nada de buenas intenciones, nada de declaraciones idealistas sobre la igualdad, el bienestar, la honestidad. A las oposiciones hay que decirles que la crítica permanente al gobierno de Andrés Manuel López Obrador no es un programa. Para crear una fuerza política hay que proponer una visión (que no es lo mismo que una utopía), una imaginación concreta, capaz de apaciguar un país profundamente dividido, inclinado a las rabietas.
Se vale buscar una sabia mezcla de libertad, autoridad y cultura, sin la cual no hay civilización. Se vale citar a Tocqueville: “Quién busca en la libertad algo más que ella misma, está hecho para servir… No me pidan analizar un gusto sublime. Hay que sentirlo. Entra de por sí en los grandes corazones que Dios preparó para recibirlo; los llena, los alumbra. Hay que renunciar a hacerlo entender a las almas mediocres que no lo han sentido nunca”.
Tanto el partido en el poder, como sus contrincantes necesitan de un verdadero “aggiornamento” doctrinal, lo cual, lejos de borrar el pasado, los llevaría a recuperar lo mejor del ideal de Francisco Madero, de Manuel Gómez Morín, de Cuauhtémoc Cárdenas. Se trata de pensar en la nación y de pensarla en el nuevo tablero del mundo a la hora de nuevas rivalidades, de la emergencia ambiental, de las grandes migraciones. Primero tenemos que pensar en remediar la dislocación social, el debilitamiento trágico del Estado frente a la violencia criminal; luego pensar las formas nuevas del trabajo y cómo hacer que el hombre no se vuelva “inútil”. Sin esa reflexión previa, sin un programa serio, de nada servirá ganar las elecciones; será más de lo mismo, para mayor desprestigio de la democracia, para mayor resentimiento de la mayoría. Cynthia Fleury (autora de Ci-git l’amer) dice que el resentimiento es “la amenaza la más perversa para la democracia, en la medida que su primera exigencia es la lucha contra las injusticias y las desigualdades”.
El Covid agrava el resentimiento porque subraya las fracturas territoriales, sociales, económicas y culturales; los más pobres lo sufren más. Los políticos harían muy mal en montarse sobre ese justificado resentimiento para ganar votos y poder. Sería volver imposible el diálogo de por sí casi inexistente y agravar la visión binaria en blanco y negro. Un verdadero y eficiente sistema de salud universal, un verdadero y buen sistema educativo (lo que hizo Corea del Sur a partir de 1953 y la ha propulsado del rango de país más pobre del mundo al de uno de los más ricos), deberían figurar en el programa de nuestros candidatos políticos. ¿Es demasiado soñar?